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lunes, 28 de julio de 2014

El curso en que amamos a Lydia Lozano



   
   
   Hondos arcanos del Internete, que encierran el mismo  insondable misterio de las estrellas, pues la Ciberesfera así de mágica a veces es: el pasado martes 22, ve tú a saber pur qué, de ser cierta la información que a los blogueros globeros nos proporciona Blogger,  una inusual muchedumbre desbordó de golpe la estancia de este blog, quiero creer que para leer con apasionado interés este post mío del 17-1-2011, hasta el punto de obtener ese día el muá uno de los mejores registros de visitas en estos casi cuatro años ya de dale-que-te-pego al blog.
   Lo comparto contigo lector, primero, por presumir de los tesoros que el fondo de este blog oculta, en parte también por tenerte al corriente de su trasfondo, y en parte por pura superstición de escritor fracasati que a todo se agarra, sí,  y si como se dice, dinero llama a dinero, por qué no lectores habrían de llamar a lectores, y yaque… por qué no  habrían de llamar éstos a fervientes solicitadores del mío pobre libro. Quimeras de anónimo escritor, dirás, no sin razón. Redunda además mi texto en un lance autobiográfico muy querido para mí, que también a uno mismo, Proust venido a ná, complace mucho el recrearlo. Va:

   Querida Lydia:
      Es seguro que para nada te acordarás de mí y que menos aún que nada te dirá mi nombre. “Jo-se-An-to-nio-del-po-zo, y éste quién cuyóns es”. Es lógico. Si pasamos aquella vez más de un año entre cuatro paredes juntos -aunque no revueltos, aclarémoslo de inmediato, no vaya esto por estratosférica carambola a caer en manos de la Gemio y te la líe ella parda- y ni siquiera entonces advertiste mi penosa presencia,  cómo habrías ahora, encaramada a la espiral de tu enorme éxito, ya toda una reina del periodismo y de la televisión, reparar en un blog inmundo de este inframundo, por mucho que en las estrellas ciberesféricas pretendamos los bloggeros residir. Y sin embargo, Lydia, cruzo los dedos porque una extravagante conjunción de asteroides y demás cuerpos celestes, la más fantástica que se diera nunca, hiciera posible que esta carta llegara a tus manos. Leerías entonces esto que ahora mismo estoy escribiéndote: ¿te acuerdas, Lydia, de aquella encrucijada en la que yo tanto te ayudé? He pensado que quizás estés ahora tú en condiciones de devolverme aquel favor. No hay más que verte en la pantalla, siempre dispuesta a colaborar en las más benéficas causas de los desfavorecidos por la Fortuna, o sea, para qué irse más lejos, yo mismo con mi triste mecanismo, Lydia.
     
   Sí, seguro que de sobra habrás ya caído: yo, mejor dicho, la torva sombra que me constituye, estudié contigo durante los dos primeros años de la carrera en la Complutense madrileña. La mayoría de los que entonces eran mis compañeros más cercanos han acabado de funcionarios, y cuando de Pascuas a Ramos nos juntamos en tabernones rústicos llenos de humo de Legazpi y por ahí, para ponerle algo de brillo a nuestras rutinarias existencias te rememoramos todos en muy similares términos: es que Lydia, y sus  amiguitas, es que se veía ya… Lydia era otra cosa, joder. Tendrías que ver, Lydia, cómo entonces por un momento fulguran esos mustios semblantes, como si el mismísimo pincel de Velázquez,de bruces ya en el túnel del tiempo, tuviera que venir quinientos años después a pintarnos de nuevo, contagiándonos todos un poco vicariamente de tu triunfo. Chocamos siempre los vasos de cerveza rubia bien altos en tu honor, como en la polka de la cerveza, aquella del año la polka, claro. Brindo a solas yo ahora porque sea capaz esta misiva, impropia en extensión para la ley de hierro del Internet, I know, de atraparte en los efluvios de su seducción, y que no puedas soltarte de ella hasta el mismo punto final. Me va tanto en ello. Al fin y al cabo versa la misma sobre todo de ti, de refilón de mí, de soslayo un poco de los secretos y mentiras de todos, creo.
    
     Y es que,  acaso para la clase entera, desde luego para nosotros lo eras en aquel año de gracia, en efecto, eras otra cosa, eras… el glamour personificado, que me parece que entonces ni conocíamos esa palabra. Pero al lado de nuestras pellizas que debían oler a establo, de nuestra ropa de baratillo y sin gusto, de los trasquilones de las crenchas infames que gastábamos, venga a fumar Ducados todos como condenados en algún penal del buen gusto, al lado de todo eso, tus finos jerseys policromados sobre una piel bronceada hasta en febrero, tus pantalones fruncidos con los últimos cuadros escoceses, el cascabel de tus pulseras, el ingenio de tus peinados, el elegante antifaz de tus Rayban, el aroma british de tus colonias…  todo un emblema de la sofisticación coleando en el aire de una chavala rumbosa y rubicunda que a aquella partida de pueblerinos dejaba petrificados.
     
   Y lo más: es que eras un glamour en vendaval. Flameaban el escándalo de tus risas interminables que llenaban ellas solas el aula, el dinamismo de ajetreo con que ibas y venías, ese taconeo decidido de botas caras, el tono extravagante de tu voz estruendosa –a veces, perdóname Lydia, poblada de roncos ecos de cantina-  que a menudo se rompía como una porcelana, no sé, ese crujido y ese cóctel informe de distinción y vehemencia algo truhana a aquel atajo de paletos nos resultaba irresistible.  Ibas ya como quince años delante de nosotros, que sólo empollábamos aparatosos manuales uno tras otro entre la niebla de los Ducados mientras te bastaba a tí tu estilo –éste sí en verdad ducal- para saber con nitidez abrirte ya entonces tu propio camino. Claro, te contemplábamos fascinados, pero a distancia, como intimidados por la tempestad de tu empuje. Tenías mundo y rimmel. Nosotros teníamos pueblo y algunas películas de cine.
     
   No, no te hacían falta los libros, quizás es que te los machacabas todos por las noches. Aunque debía eso en todo caso ser muy de noche en la propia noche, porque hasta nuestros sitios, como olas rompiéndose contra un archipiélago, llegaba el fragor alborotado de tus risotadas cuando muchos días les contabas ya entonces, a las compañeras que a tu lado se arremolinaban haciéndote círculo, la última disco que la misma noche anterior a las tantas habías frecuentado, y a que no sabes quién estaba allí y con quién está liado… ¡No me digas!, clamaba alguna, y su pasmo y el estrépito de tu risa eran todo uno. Ya te movías de lujo en la cosa esta de las agencias del cuore. Recuerdo que tenías un hermano de profesor en la Facul, que me daría  más tarde a mí clase, una auténtica lumbrera que se lo sabía todo de la Semiótica. Y algo en suma de icono deseado e imposible a la vez tuviste aquel año para nosotros, que eras nuestra Kim Novak particular, y podías tú, discúlpame la menudencia, Lydia, muy a gusto rivalizar con la Novak también en la turbadora firmeza de tus turgencias, tan pujantes.
    
     Bueno, pues hubo un día, Lydia, imposible que te acuerdes, claro, -cuántos años han pasado ya, por favor- hubo un día, digo, en que, como dirían los antiguos folletones, nuestros destinos más aún se entrecruzaron. Llegabas tarde al examen de Introducción a la Economía y tu sitio habitual estaba ya ocupado, así que tuviste que sentarte en cualquier lado. Sí, aquel melenas borroso y con la cara atiborrada de espinillas que apenas se movía a tu lado era yo. Dios mío, lo recuerdo ahora y todavía, por encima de las paletadas inmisericordes de tierra que nos echan encima los años, al punto me viene aquel anonadante perfume tuyo ese día. Olías a… serían violetas violentadas, no sé, en mi vida había olido yo algo con ese poderío, que más que una colonia parecía un imán, de cómo tiraba de uno hacia ti aquel olor centrifugándote a la vez el cerebro. Ostias, había que rellenar el examen y estaba yo como un bobo, con los ojos entrecerrados e inclinado hacia ti como la torre de Pisacon sonámbula intención nada más que de adherirme a ti, tal era el sortilegio diabólico de aquella fragancia. Recuerdo que paseó por allí el profesor, el mítico Sánchez-Ramos, su mostacho de morsa canosa, seguro Lydia que de él si te acuerdas, y mientras a ti te sonrió, me largó a mí un bufido que al menos me sacó de mi sopor zombie.
     
   Empecé a escribir como loco, loco por recuperar todo el tiempo perdido en el éxtasis pituitario. No es por nada, Lydia, pero la curva de Philips y la ley de los rendimientos decrecientes y la utilidad marginal del último bien consumido, todo aquello me lo sabía yo de carrerilla. Zas, cuatro folios en un pis-pás. Levanté luego la vista hacia ti. No llevabas ni medio folio escrito. Me sonreíste pícara y me hiciste una mueca de película de espías después. Empezaste a arrimar tu silla (con aquellas odiosas… manoplas, creo que se llamaban esas tablas adosadas a la derecha para escribir sobre ellas) a la mía. Reconozco que por un momento, trastornado por aquella soga de violetas esenciales alrededor de mi cuello que sólo hacia ti me tironeababa, pensé… pero Lydia, leches, si estamos en medio de un examen, cómo nos lo vamos a montar aquí y ahora, quizás luego, luego. Otra mueca tuya y ya lo entendí bien. Puse mis folios a tu vista y te dejé copiar todo. Ahhh, aquel perfume tuyo como un remolino de vértigo justo encima de mis napias, qué turgencia de curvas, qué utilidades crecientes y anti-económicas me estaban a mí entonces aguijoneando.
     
   Yo creo que el profe, Sánchez-Ramos, aunque éramos en el aula más de ochenta, toleró tu copieteo. Te le habías, con la onda desarmante de tu simpatía, ganado antes, claro. El resultado de todo aquello, lo que son las cosas ahora que las repienso, tuvo valor anticipatorio y simbólico de nuestras posteriores trayectorias. A mí, por esas cosas de Kafka que tiene la Universidad, aquel cabrón me cateó, y a ti, no podrás jamás decirme a la cara que miento, Lydia,  te aprobaría, digo yo, porque te llevó ese día a casa en el Dodge-Dar que el muy marxista gastaba por entonces. No me diste, ni entonces ni después, las gracias, Lydia, pero yo lo entiendo, que andabas siempre liadísima con no se qué inaplazables inauguraciones de antros de perdición, que eran para ti, ya se ve, trampolines de salvación. Además, que yo muy bien lo comprendí, y el vernos alguien a ti y a mí, tan disímiles, charloteando, hubiera sido como contemplar en vivo una profanación. Tampoco yo habría sabido bien qué decirte, y si hubieras llevado puesto otra vez aquel perfume, yo que sé, igual se hubiera abalanzado sobre tu espalda el Cro-magnon que entonces uno un poco era. O sea que hiciste bien. Además de esa forma es como puedo ahora cargarme de razón histórica y con justicia pedirte el favor de que al principio te hablé, el único que de verdad me mueve a escribirte esta larga carta, que con todo el alma anhelo que como sea  te llegue y que hasta aquí te tenga en vilo.
    
     Así es que, Lydia, yo me alegro mucho de tu éxito. Los lectores de mi inmundo blog saben que soy yo fan total del Sálvame, muy principal programa donde descollas tú sobremanera. Hasta el baile Chuminero  que has puesto tan de moda, que en cualquier otra quedaría indecoroso, -la otra tarde te ví en la tele bailándolo sobre un cajón en plena calle Preciados, a ver quien más es capaz de hacer eso delante de la gente y sin avisar- reviste en ti perfiles de elegancia. Te dejo ya mi son:
     
   Verás, Lydia, tengo yo escritos más de cincuenta relatos de románticas hechuras casi todos y  vagan los pobres como almas en pena por mi covacha, condenados a una cruel oscuridad. Como no tengo yo contacto alguno, las editoriales ni se dignan siquiera a contestarles algo. Soy su autor: sé que no son del todo pésimos. No quebraría su penuria tanto mi moral si no viera uno publicados a diario, es decir dados a luz con plena bendición editorial, toneladas de incalificables engendros que por libros pasan. He pensado que tú, Lydia, si levantas un teléfono, podrías bautizar los míos, aunque fuera en parroquia de barrio, y sería así menor mi pena, y las violetas violentadas de la memoria como violines estradivarius en la misma seguirían sonándome. Sálvame, te digo yo a tí ahora.
     
   Y nada más, Lydia, que esto  era cuanto quería yo transmitirte. Que te dure de verdad el éxito y consigas tú también muy pronto un Ondas. Que sobre todo seas tú feliz. Oye, y un abrazo, de parte de este indocumentado que una vez estudió a tu vera. Tuyo siempre, José Antonio del Pozo.  





LAS HISTORIAS DE UN BOBO CON ÍNFULAS
(Resumen y análisis de la obra en estos enlaces)
154 pgs, formato de 210x150 mm, cubiertas a color brillo, con solapas. Precio del libro: 15 Euros. Gastos de envío por correo certificado incluidos en España. Los interesados en adquirirlo escribidme por favor a josemp1961@yahoo.es
“No soy nada, no quiero ser nada, pero conmigo van todas las ilusiones del mundo” (Pessoa)

                              

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Un tanto penoso ¿no?

¿Encuentra alguna satisfacción en humillarse tanto, aunque sea en clave irónica?

O, ¿con el "jijijí", "jajajá", a lo mejor pillamos algo?

Con estas cosas no se bromea, hombre:

que dejo que me copies (luego pillo, seguro)

que si el profesor te deja copiar; qué despiste, el hombre, ¿no? (luego pilla, seguro)

que si el profesor te lleva en su Dodge ("Dart", por cierto)

que qué bien hueles

que si tenía cien millones en Suiza y se me había pasado.

¿De qué vamos, joder?

José Antonio del Pozo dijo...

-Señor Anónimo: ¿le parece a usted que me humillo mucho? ¿le parezco penoso? ¿no sabe de qué voy? Vaya por Marx, cuánto yo lo siento.

Anónimo dijo...

j antonio a mi me ha encantado no haga caso de estas criticas hormias suerte hace tiempo que no entraba en su blog

Anónimo dijo...

j antonio a mi me ha encantado no haga caso de estas criticas hormias suerte hace tiempo que no entraba en su blog

Anónimo dijo...

j antonio a mi me ha encantado no haga caso de estas criticas hormias suerte hace tiempo que no entraba en su blog